Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, en una cantina olvidada entre el polvo y la niebla de un pueblo en ruinas, dos espíritus se encontraban atrapados, esperando cumplir una profecía. Uno de ellos era un espíritu de alegría y desinhibición, conocido como el Espíritu de la Cerveza, y el otro, su eterno acompañante, el Espíritu del Limón, dotado de un poder ácido capaz de liberar secretos ocultos en las almas de aquellos que se atrevían a beber.

Los antiguos del pueblo contaban que, en la víspera del Día de los Muertos, ambos espíritus cobraban forma humana para recorrer la tierra y encontrar a alguien digno de consumir su esencia. Cada año, buscaban un par de almas dispuestas a disfrazarse de ellos y a sellar un pacto: celebrar la vida y enfrentar sus temores más profundos.

Este año, nosotros fuimos los elegidos.

Nos disfrazamos, con la cerveza en una mano y el limón en la otra, sintiendo cómo el espíritu antiguo tomaba posesión de nuestros cuerpos. A medida que avanzaba la noche, la atmósfera comenzó a cambiar, y de las paredes de la vieja cantina comenzaron a oírse susurros. A cada paso que dábamos, resonaban historias de quienes, en un intento de exorcizar sus penas, habían recurrido al poder de la cerveza y el limón, sellando destinos oscuros y trágicos.

Mientras la medianoche se acercaba, sentimos un cambio en el aire. Nuestro reflejo en el espejo ya no era el nuestro, sino el de aquellos antiguos espíritus que, con una mirada espectral, nos invitaban a brindar en su honor. Fue entonces cuando comprendimos el propósito de nuestra transformación: no éramos solo disfraces; éramos los portadores de una maldición y de un ritual eterno.

Aquella noche, entre risas y el amargo sabor del limón, entendimos que nuestra elección no fue casual. En cada brindis y en cada recuerdo perdido, el Espíritu de la Cerveza y el Espíritu del Limón seguían viviendo.

Por Mike y Fer Galicia